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Democracia, descentralización y cambio socioinstitucional en la década de los noventa

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Cambio institucional, equidad y desarrollo regional en el periodo post-autoritario

3.1 Democracia, descentralización y cambio socioinstitucional en la década de los noventa

El fin del régimen militar y la transición democrática en Chile vinieron acompañadas de una reorientación y “reblandecimiento” de las políticas neoliberales, alejándose de la ortodoxia que la caracterizó en los años setenta y principios de los ochenta (Atria et al, 2013; Alexander, 2009; Posner, 2008;

Infante y Sunkel, 2009). El primer gobierno civil que sucedió al régimen militar de Pinochet buscaba distanciarse del neoliberalismo y de todo vestigio de autoritarismo. El cambio de un régimen autoritario a uno democrático se constituyó en un hito y una oportunidad para repensar el desarrollo del país.

Después de diecisiete años en el poder, los militares retornaban a sus cuarteles no sin antes dejar “atada” la continuidad del neoliberalismo en la Constitución Política de 1980 (Navia, 2004; Harvey, 2007; Zúñiga, 2011).

En este escenario, el primer gobierno de la Concertación liderado por el democratacristiano Patricio Aylwin asumió la difícil tarea de recomponer el orden democrático y otorgarle estabilidad económica, política y social al país.

Dentro de un escenario reformista que buscaba enfrentar la deuda social agudizada en la “década perdida” de los ochenta, la descentralización ocupó una posición importante en el discurso oficialista. Pero, ¿qué elementos de continuidad y cambio se aprecian a través de esta nueva inflexión descentralista impulsada por los gobiernos de la Concertación?

3.1.1 Continuidad y cambio político-institucional dentro de la nueva inflexión descentralista

Para los primeros gobiernos de la Concertación, las reformas en materia de descentralización y regionalización formaban parte de una nutrida agenda programática (Muñoz, 2007; Boeninger, 1997; Toloza y Lahera, 1998). También supusieron un aprendizaje colectivo, dentro de un agitado escenario de restauración de los derechos humanos, restablecimiento de las relaciones cívico-militares y enfrentamiento de los preocupantes niveles de pobreza, desempleo y desigualdad social. Según estimaciones estadísticas, la pobreza en

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el país alcanzaba el año 1990 al 38,3 por ciento de la población. Territorialmente, la pobreza se concentraba en las regiones del Bío-Bío, la Araucanía y Los Lagos las cuales, hasta el día de hoy, exhiben las tasas más altas de pobreza (Ministerio de Desarrollo Social, 2012).

Durante los primeros años de transición democrática, las continuidades del modelo económico resultaron ser más llamativas que las inflexiones sustentadas en cambios institucionales abruptos. Sin embargo, en el ámbito político-institucional los cambios y reformas realizadas fueron variadas y, en algunos casos, tendieron a opacar la vistosidad de las propuestas de descentralización y regionalización. A pesar de ello, la descentralización se presentaba como una “reforma madre” y una condición necesaria para el desarrollo y la democratización del país. Esto es particularmente evidente en uno de los primeros discursos públicos de Patricio Aylwin cuando, luego de haber asumido la presidencia de Chile, declaraba enfáticamente que pasar de un régimen autoritario a uno democrático iba acompañado de la transformación del proceso de desconcentración territorial y funcional a una estrategia “genuina y potente” de descentralización. En general, los análisis planteaban la necesidad de profundizar el desarrollo del país bajo una “doble apertura” empujada, por un lado, por el proceso de globalización (apertura externa) y, por otro, por los aires de descentralización político-administrativa del país, vale decir, de apertura interna (MIDEPLAN, 1992 y 1994; Boisier, 1995;

De Mattos, Hiernaux y Restrepo, 1998; Caravaca, 1998).

En este escenario, los partidos de la Concertación y el primer gobierno de Aylwin sostenían que una decidida profundización de la descentralización político-administrativa, en un país demográficamente pequeño pero territorialmente extenso como Chile, permitiría sustentar el proceso de redemocratización y perfeccionar la base institucional pública en atención a los retos económicos y sociales del desarrollo nacional y regional.1 Así, la profundización de la descentralización del Estado y la regionalización fueron apreciadas como estrategias que permitirían armonizar el desarrollo territorial, combatir la pobreza, propiciar la igualación de oportunidades, la justicia y equidad social. Probablemente la cultura cívica chilena de respeto al funcionamiento de las instituciones –reconocida por la frase “en Chile, las instituciones funcionan”– fue un factor importante que, durante los primeros años del gobierno de Aylwin, ayudó a sobrellevar las consecuencias indeseadas

1 Indudablemente que la descentralización del Estado en un país pequeño como Chile dista de las características que puedan observarse de este proceso en países medios o de gran tamaño como, por ejemplo, Brasil o China.

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de las reformas institucionales y laborales impulsadas (Cortázar, 1993; Elizondo y Maira, 2000; Moulian, 2002; PNUD, 2004; Mayol, 2012).2

Como parte de los legados del gobierno militar, la Subsecretaría de Desarrollo Regional (SUBDERE), creada el año 1985, se levantó como una estructura dependiente del Ministerio del Interior y Seguridad y, por lo tanto, operaba bajo una insalvable visión geopolítica, centralizada y vertical de la gestión pública (Silva Cimma, 1995; Valenzuela, 1999). Luego de una conducción militarizada y escasamente autónoma en términos políticos, la SUBDERE, bajo la administración del socialista Gonzalo Martner (1990-1994), basó su accionar en la democratización institucional como primer eslabón para impulsar el proceso de descentralización político-administrativa del país. La continuidad de instrumentos financieros como el Fondo Nacional de Desarrollo Regional (FNDR) y el Fondo Común Municipal (FCM) se combinaron con la innovación e incorporación de nuevos instrumentos como el programa de Inversión Sectorial de Asignación Regional (ISAR), el programa de Inversión Regional de Asignación Local (IRAL), el Programa de Inversión Pública en Regiones (PROPIR), el Programa de Infraestructura para el Desarrollo territorial (PIRDT), el PMG Gestión Territorial Integrada (GTI), los Programas de Apoyo a la Gestión Subnacional (promovido por el Banco Interamericano del Desarrollo), las políticas para fortalecer el Gobierno Electrónico a nivel regional y local, y los Convenios de Programación, entre otros (Cox, 2008). En principio, estos instrumentos estuvieron orientados a la generación de obras públicas regionales, el combate contra la pobreza, la estimulación del crecimiento económico y la generación de empleo (MIDEPLAN, 1994).3

En principio, el Fondo Nacional de Desarrollo Regional (FNDR) no sufrió grandes modificaciones en su composición y las ‘innovaciones’ estuvieron más bien dirigidas hacia la ampliación de los recursos fiscales y del gasto público para las regiones, a contrapelo de los resultados en el gasto público regional y la gestión del desarrollo regional. Sin embargo, la ampliación del presupuesto

2 Este respeto y valoración de las instituciones que operó como pegamento social y sustentó los cambios institucionales durante los primeros años de transición democrática pareciera que, dentro de la última década de gobiernos concertacionistas, se fue lentamente resquebrajando.

3 Estos instrumentos financieros apoyaron desde un inicio distintas políticas y programas públicos formulados centralizadamente como, por ejemplo, el Programa de Caminos Secundarios del Ministerio de Obras Públicas; Programas de Pavimentación Urbana del Ministerio de Vivienda y Urbanismo; el Programa de Agua Potable Rural; el Programa de Forestación y Programa de Riego Campesino el Programa de Apoyo a Grupos Vulnerables y el Programa Concurso para Generación de Capacidades en Localidades Pobres (FOSIS-MIDEPLAN), entre otros.

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del FNDR no significó que los recursos efectivamente hayan sido descentralizados equitativamente. En términos generales, una de las críticas que ha sufrido el sistema de financiamiento regional vía FNDR es que un gran porcentaje de estos recursos ha permanecido en las comunas de la región metropolitana y las grandes urbes. Esta situación tendió a mantenerse en el tiempo, pese a que el discurso oficial recalcaba la ampliación del gasto público regional como un avance significativo. Sin embargo, como señalaba Aroca (2009), la SUBDERE realizó, entre los años 2003 y 2006, una distribución del FNDR donde la región que exhibió mayor aumento (160 por ciento) fue la Región Metropolitana, mientras que el resto de las regiones incrementó, en promedio, un 44 por ciento. Es decir, el fondo creado para reducir las desigualdades regionales se incrementó en más de 100 por ciento para la región con mayores ingresos sobre el resto de las regiones, mientras que éstas, que requerían un gasto público mayor para promover la equidad territorial, recibieron un porcentaje considerablemente menor. Por otro lado, Espinoza y Rabi-Blondel han señalado que:

“hasta 2002, los recursos disponibles directamente para las regiones se encontraban niveles de 40% de la inversión pública nacional, y bajaron a niveles de 30% a partir de 2003. Más aún, el margen de decisión se redujo, pues el mecanismo de inversión sectorial de asignación regional (ISAR) fue suprimido a partir de 2005, pasando estos recursos a convenios de programación y provisiones” (Espinoza y Rabi-Blondel, S/A: 04)

Esta imagen se contradice con los discursos que apuntaban al fortalecimiento de los recursos fiscales para las regiones como estrategia tendiente a

‘equilibrar la balanza’ del desarrollo socioterritorial a nivel nacional y subnacional. Volveremos a retomar este asunto más adelante. Por el momento, baste mencionar que la estructura de financiamiento del desarrollo regional continuó operando sin grandes modificaciones y basado en una ampliación de los recursos que no logró resolver las brechas entre la zona metropolitana y las regiones.

Por otro lado, los gobiernos regionales sustentaron su creación en el modelo de los Consejos Regionales de Desarrollo (COREDES), impulsado durante los últimos años del régimen militar. Los intendentes regionales, dentro de este esquema, continuaron representando al presidente de la república en el territorio regional, además de presidir el gobierno regional y el consejo regional. El excesivo presidencialismo continuó presente, aunque ya no bajo un carácter autoritario y dictatorial. Esta situación propició, desde un comienzo, una relación de dependencia entre los gobiernos regionales y el poder político central. El presidente de la república, en tanto mandamás del Estado, continuó facultado para designar y remover de manera directa a las

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autoridades políticas regionales (intendentes, gobernadores, seremis y directores de servicio), por sobre instrumentos que buscaban promover la transparencia y meritocracia en la gestión pública (Servicio Civil). De tal forma, las decisiones sustantivas para el desarrollo de la nación continuaron, en su mayoría, radicadas en la figura presidencial. Estas expresiones de estructuras institucionales letárgicas habría impedido, desde un comienzo, avanzar de manera más rápida y decidida en el exigente programa que se desprendía de la implementación de la Ley Orgánica Constitucional de Gobierno y Administración Regional (Villar, 2006; Ramírez, 2012).

Durante los primeros años de transición democrática, el discurso oficial del gobierno de Aylwin justificó la necesidad de impulsar la descentralización y regionalización del país como sustento para modernizar el Estado y democratizar la relación entre gobernantes, sociedad civil y ciudadanos (Aylwin, 1992; Rojo, 1995; Silva, 1995; Fazio, 1996).

Así, las herencias político-institucionales del régimen militar pesaron desde un comienzo en el complejo reto que asumieron los primeros gobiernos concertacionistas por generar “la capacidad de las regiones para articularse internamente, definir sus propios objetivos y prioridades” (MIDEPLAN, 1996:

293). Tarea nada fácil considerando que las regiones han establecido históricamente una relación de dependencia y subordinación con el Estado central. Para Pablo Valenzuela, Intendente de la Región de Tarapacá durante el año 2008, “el proceso de regionalización en Chile es un proceso altamente cuestionado por la misma génesis de la división territorial o el cómo se dividió el país”.4 Esto quiere decir que el proceso de regionalización respondió a una lógica de integración territorial que se enfrentó con una realidad socio-institucional fragmentada y desequilibrada. Desde que CORFO zonificó el país en los años cincuenta, la fragmentación jurisdiccional del territorio nacional se redujo, primordialmente, a los aspectos geoeconómicos. En consecuencia, las políticas territoriales y reformas político-administrativas impulsadas por el gobierno de Aylwin continuaron reproduciendo un discurso pro-regionalismo que respondía forzosamente a una realidad creada por la tecnocracia centralizada, sin un correlato evidente con las singularidades socioterritoriales.

En general, la profundización de la regionalización estuvo sustentada en la Ley Orgánica Constitucional de Gobierno y Administración Regional (Ley 19.175) que dio vida a los gobiernos regionales y estructuras ad hoc pero que, en general, no modificó las bases de la distribución del poder político ni económico. El esquema político binominal concentró el poder de

4 Entrevista realizada en Iquique, el día 21 de marzo de 2013.

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representación en dos grandes bloques (Concertación y Alianza por Chile) y no dio espacio para la incorporación de otros actores. Así, durante los primeros dos gobiernos concertacionistas (Aylwin y Frei), las regiones no tuvieron representación política de contrapeso a los poderes fácticos provenientes radicados en las estructuras político-institucionales. Una avalancha de reformas para abordar los problemas de pobreza, desigualdad y justicia social vieron el nacimiento de numerosas instituciones que vinieron a hacer frente al raquítico Estado neoliberal heredado del régimen autoritario-militar. La reforma regionalista se convirtió, de tal manera, en una reforma más dentro de un escenario transformacional que comenzaba a enfrentar grandes temas como la modernización del Estado, los derechos humanos y la humanización de la economía.

3.1.2 Los enclaves del centralismo y la deuda de equidad socio- territorial en Chile

La obsesiva búsqueda de trascendencia del régimen militar no solamente se relacionó con doblegar los amarres constitucionales para garantizar cierta continuidad del modelo neoliberal. Esta búsqueda también se relacionó con la necesidad de proteger los nichos de poder cooptados a nivel subnacional (Alcántara y Crespo, 1995). En este contexto, el debate se centraba en los límites de la democracia y la rebeldía del arraigo institucional centralista que imponía serias restricciones para imprimir un proceso de regionalización efectivo. Como postulaba el propio Presidente Aylwin, la descentralización debía partir desde las propias regiones con la condición de que “no puede afectar la naturaleza unitaria del Estado de Chile, y deberá desarrollarse de acuerdo a una necesaria gradualidad en la transferencia de competencias”

(Mensaje Presidencial en Sesión del Congreso Pleno, jueves 21 de mayo de 1992).5 Se instala, de esa manera, un discurso que alude a la profundidad del proceso de descentralización a partir de una perspectiva gradual y escalonada.

Para Juan Podestá, la dialéctica centralismo-descentralización que se comenzó a perfilar a comienzos de los años noventa se sustentó en una lucha de poderes soterrada y constante.6 El centralismo inorgánico que mostraba Chile en ese momento –que en varios aspectos se ha mantenido incólume hasta el día de hoy– se expresaba de varias maneras. El paternalismo político y subordinación de las regiones a las decisiones de la elite central, la concentración territorial del sistema financiero, la metropolización y la

5 Legislatura 324ª (ordinaria) del Congreso Pleno de Chile.

6 Entrevista realizada en Iquique, el día 15 de abril de 2013.

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concentración demográfica se mostraban como resistentes patrones en las relaciones Estado-región y el desarrollo socioterritorial del país.

Los distintos diagnósticos que surgieron durante los últimos años del gobierno militar y los primeros años de transición democrática tendieron a demostrar que la presunta compensación de los desequilibrios socio-territoriales en Chile por la vía neoliberal había tenido, finalmente, impactos limitados, selectivos y segregativos (García, 2007; Sabatini, 2000; Aymerich, 2004).7 Esta situación alimentó un discurso crítico contra aquellos criterios de ordenación espacial basados en lineamientos principalmente de corte productivo y geopolítico. El repliegue y debilitamiento del rol del Estado en el crecimiento económico y protección de derechos sociales se convirtió en una sombra al momento de implementar medidas a favor de la reducción de las disparidades socioterritoriales. Para Eugenín (1990), por ejemplo, parte importante de las inequidades socioterritoriales en Chile se explican “primero, por la oferta desequilibrada de infraestructura pública, tales como la red vial, alcantarillado, agua potable, comunicaciones, etc., y, segundo, por la deficiencia que muestra el Estado en la entrega de los subsidios sociales a la población que se encuentra fuera de los grandes centros urbanos” (Eugenín, 1990: 56). Estas condiciones habrían empujado a la población apostada en zonas rurales y periféricas del país a migrar a los grandes centros urbanos en busca de nuevas oportunidades económicas y sociales.

Uno de los principales acuerdos que surgieron a la luz de los diagnósticos de la época indicaba que las políticas de descentralización impulsadas bajo el régimen militar, en definitiva, no habrían convertido a las regiones en protagonistas del desarrollo territorial sino, más bien, en objetos inactivos, receptores de facultades, competencias y beneficios.

En el caso de las regiones extremas del norte y sur del país, el restablecimiento del Congreso implicó la conformación de una comisión parlamentaria para el desarrollo de zonas extremas. Las medidas impulsadas históricamente para el desarrollo de estas regiones se habían caracterizado por esfuerzos focalizados que, lejos de la concepción de la convergencia territorial, terminaron por generar fuertes desbalances internos. En el caso de la región de Tarapacá, como vimos en el capítulo anterior, esta situación se tradujo en desequilibrios y rupturas internas entre Arica e Iquique. Pero lo que resalta en esta situación es que la construcción política de región no necesariamente se correspondió con la construcción social y cultural de región. Especialmente

7 Segregación socioterritorial de las ciudades chilenas que se profundizó con la valoración del suelo como objeto de transacción comercial y el fuerte auge que experimentó el sector inmobiliario y la construcción.

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durante la década de los noventa, las demandas ciudadanas locales prevalecían frente a la emergencia de un débil discurso regionalista.

Lo anterior trasciende las singularidades sociopolíticas de la región de Tarapacá. Como señalaba Guerrero (2002), Chile se caracteriza por ser un “país de ciudades”. Esta dimensión predominaría sobre otras representaciones de identidad cultural basadas en el terruño como, por ejemplo, la concepción de

“nortino” que aparece como difusa pero que, según Guerrero, “existe y ha existido siempre”. En ese sentido, cabría preguntarse hasta qué punto la política pública se ha valido de esos elementos para fortalecer los regionalismos. Sólo en los últimos años se aprecian esfuerzos por rescatar el

“sentido” del carácter regional como se observa en la publicación del mismo Guerrero (2009a) Sueña Tarapacá: identidad en el desarrollo de nuestra región.

Allí fue el mismo Estado, por intermedio de la SUBDERE, quien solicitó y financió el “Estudio para el fortalecimiento de la identidad cultural en Tarapacá”. No obstante, como se afirma en esta publicación, en Chile las identidades regionales se han caracterizado por ser débiles y difusas, siendo superadas por las enérgicas identidades locales o por las dispersas identidades históricas (pampina, salitrera, étnicas). Como corolario, el centralismo continuó adecuándose al nuevo escenario y sosteniéndose por medio de los enclaves tradicionales (presidencialismo, estructura jerárquica y vertical del aparato público, preponderancia de los partidos políticos de la orden nacional dentro del marco del sistema binominal, entre otros).

Así, el gobierno de Aylwin se enfrentó con una pesada carga centralista que poseía distintas expresiones de carácter objetivo e intersubjetivo. El nuevo carácter reformista de la organización territorial del Estado chileno buscaba, al menos discursivamente, hacer frente al centralismo político, económico y sociocultural distinguiéndolo como un paradigma que, lejos de diluirse, había terminado reproduciéndose. Así, los enclaves de centralización y la deuda de equidad socioterritorial en el país comportaban distintas expresiones. En un plano general, la hipertrofia en el crecimiento global de Santiago de Chile era concebida como causa y, a su vez, como consecuencia de un patrón de desarrollo nacional desequilibrado, asimétrico e inarmónico. Santiago se convirtió en un leviatán, vale decir, una criatura incontrolable que crecía desmedidamente. En este contexto, la descentralización del país y del Estado chileno figuraban en el discurso político como una “condición necesaria” para avanzar hacia el camino del desarrollo y la ansiada consolidación democrática.

Mientras en los primeros años del gobierno de Aylwin la pobreza lograba reducirse de manera gradual y significativa, las desigualdades socioterritoriales permanecían relativamente inalterables. En un sentido amplio, la experiencia autoritaria había desembocado en distintas estrategias de organización social y

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política (en el país y el exterior) que apuntaban a reflexionar en un nuevo Chile, más equitativo, moderno, democrático y descentralizado.8 Sin embargo, la concentración demográfica, económica (inversiones, producto interno bruto), financiero-fiscal y de las decisiones políticas continuaron como tendencias relativamente indelebles. El centralismo político, después de un largo recorrido histórico de reformas institucionales, fue absorbido por el nuevo marco político-institucional y difícilmente logró reducirse de manera significativa.

En el campo del sistema político partidista, el realineamiento del sistema binominal (Concertación y Alianza por Chile), sumado al mantenimiento del presidencialismo, contribuyeron a que el centralismo continuara reproduciéndose. Esta imagen negativa del presidencialismo en tanto esquema de organización que refuerza el centralismo político contrasta con la necesidad que tuvo Aylwin para sentar un liderazgo basado en la imagen de estadista, bajo el clima de desconfianza que rondaba particularmente en el mundo empresarial y la derecha política (Silva, 1995; Navarrete, 2008). En ese sentido, resulta válida la aparentemente contradictoria apreciación de Huneeus (2005) cuando señalaba que “Chile constituye un interesante deviant case en cuanto a la viabilidad del presidencialismo en las nuevas democracias de América Latina de 'la tercera ola' que obliga a revisar algunas de las generalizaciones sobre este sistema político” (Huneeus, 2005: 19).

Así, el esquema de regionalización fue cuidadosamente calibrado para administrar el poder y el control político desde el ‘comando’ central.

Ciertamente, no fue nada fácil para el bloque concertacionista generar reformas institucionales substanciales en un clima de desconfianza hacia las capacidades de gobernanza y gobernabilidad democrática.

La búsqueda de acuerdos y negociaciones como estrategia para avanzar en las reformas institucionales prometidas permitieron avanzar en varios sentidos.

Chile comenzó a ser observado por la comunidad internacional como un caso exitoso de transición democrática, crecimiento económico y reducción sistemática de la pobreza. La corrección del modelo económico mostraba cifras auspiciadoras (INE, 1997; MIDEPLAN, 1999). Sin embargo, si se desagrupan territorialmente los indicadores económicos y sociales (ejercicio que durante este periodo no estaba del todo claro), los resultados hubiesen sido totalmente diferentes e, inclusive, contraproducentes con la imagen global del país que crecía equilibrada y sostenidamente.

8 Un ejemplo de ello fue la creación Instituto para el Nuevo Chile creado en Rotterdam y liderado Jorge Arrate, quién fuese candidato presidencial en las elecciones del año 2009.

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En los primeros años del mandato de Aylwin, las desigualdades sociales no lograron acaparar los primeros lugares de la agenda social de desarrollo, aun cuando en el mundo intelectual se propagaban las voces de alerta que indicaban que a pesar de la disminución progresiva de los niveles de pobreza se reforzaban las tendencias regresivas en la redistribución del ingreso. En este escenario, la descentralización político-administrativa del país se concibió como una propuesta estandarizada, gradual y sin una política de largo aliento consensuada por los distintos acores sociales y territoriales.

La regionalización en Chile –en tanto estrategia de descentralización profunda– operó, desde un comienzo, como un modelo estandarizado y vertical en su trayectoria, con escasa participación de las comunidades regionales. En la idea de “descentralización genuina” preconizada en el debate público y en los discursos presidenciales de Aylwin se develaba el temor que estaba detrás de una supuesta disolución de la noción de Estado unitario.

¿Excusa de la elite política central para la manutención del poder político?

¿Arrogancia de la clase política y los santiaguinos que han subvalorado a las regiones como sujeto sociopolítico? Probablemente sea imposible vislumbrar este tipo de respuestas como una verdad plena. Lo cierto es que una revolución descentralizadora, catalogada por Benavente (2010) como la “revolución olvidada”, enaltecía los miedos de la elite política ante la posibilidad de estallar un clima de inestabilidad política, desorden administrativo y caos social (un discurso que la derecha pinochetista utilizó por largo tiempo como estrategia para darle continuidad al régimen miliar). El sólo hecho de pensar en reformas regionalistas requería de acuerdos políticos mayoritarios y cambios constitucionales que ponían en entredicho el legado institucional del régimen militar. En consecuencia, no era de sorprender que enclaves de centralismo político siguieran anclados a pesar de la promulgación de la Ley Orgánica Constitucional de Gobierno y Administración Regional de 1992.

La LOCGAR fue concebida como el puntapié inicial en la conformación de una institucionalidad pública regional remozada, con nuevas estructuras institucionales que organizarían la función de gobierno y administración regional. Bajo este arquetipo político-institucional, la designación directa de los intendentes y los gobernadores provinciales se mantuvo en manos del Presidente de la República, a razón de la confianza y lealtades políticas. El debate sobre la posibilidad de las regiones y los ciudadanos puedan elegir directamente las autoridades regionales se fundó en intereses que fueron materia de intensas negociaciones. Para Ahumada (1998), por ejemplo, este tema fue:

“un capítulo considerado estratégico por los operadores políticos del régimen de las FF.AA. en la época y que necesitaba de negociaciones más afinadas, tal cual

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sucedió entre 1990 y 1992. Se considera que fue en el nivel subnacional donde el régimen castrense formó la elite política de reemplazo o que serviría de escudo protector de sus realizaciones y proyección histórica” (Ahumada, 1998: 94).

Este factor ha sido, para varios expertos en la materia, uno de los elementos decidores a la hora de entender los límites del proceso de descentralización político-administrativa en Chile (Huneeus, 2005). Por ejemplo, Delamaza al momento de ser entrevistado sostenía:

“El nacimiento de los gobiernos regionales no fue el nacimiento de una instancia producto de un proyecto orgánico… Yo pensaba que la Concertación había impulsado esto y que la derecha era más municipalista. No fue así. Simplemente la reforma municipal significaba una pérdida de poder al bloque dictatorial que tenía todos los municipios, entonces, en algún momento aceptaron que hubiera reforma porque se dieron cuenta que no la iban a poder detener. Pero para darle paso a esa reforma –porque sabían que significaba que iban a perder por lo menos la mitad de los municipios- inventaron un nivel intermedio en el cual, dado su composición, iban a tener la mitad del poder (que eran los CORE’s). Entonces, surge un animal raro que no se sabe para qué sirve”.9

Así, las regiones y comunas han sido históricamente visualizadas como espacios de reconquista del poder. La reescritura de las relaciones cívico-militares en un escenario de transición democrática era considerada vital para la estabilidad política y el orden social. En este escenario, las lógicas y dinámicas centralistas se reprodujeron especialmente en el ámbito de las decisiones políticas justificativas del cuidado del Estado unitario y la ideología de la “unidad nacional”.

Por otro lado, la deuda social recogida por los primeros gobiernos de la Concertación fue una pesada carga que se logró contrarrestar con los positivos índices macroeconómicos registrados hasta el año 1997. En otros indicadores sociales sucedía algo similar. La creación de instituciones y programas públicos para el alivio de la pobreza, al igual que las reformas político-administrativas que apuntaban a la modernización y descentralización del Estado, buscaron trascender el enfoque economicista que había caracterizado las políticas neoliberales durante el gobierno autoritario. El fortalecimiento de políticas públicas dirigidas a grupos vulnerables (adultos mayores, jóvenes, mujeres, indígenas y grupos minoritarios) y la introducción de nuevos tópicos de política pública (equidad de género, innovación y emprendimiento) daban cuenta, al menos discursivamente, de un Estado que se ponía en sintonía con los “nuevos tiempos”. No obstante, las desigualdades sociales y territoriales continuaron profundizándose en ámbitos claves como la distribución del ingreso, la

9 Entrevista realizada en Santiago de Chile, el 2 de mayo de 2013.

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