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La representación de la mujer en el matrimonio en cuatro novelas de Miguel Delibes

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Academic year: 2021

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La representación de la mujer en el matrimonio

en cuatro novelas de Miguel Delibes

T

RABAJO DE FIN DE MÁSTER

(Master Thesis)

L

AURA

V.

T

RUEBA VAN DEN

B

OOM

Nº de estudiante: 12739944

Máster en Literatura y Educación (subespecialización: español)

Universidad de Ámsterdam

Facultad de Humanidades

Supervisora: Prof. Dr. Shelley Godsland

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Í

NDICE

1. Introducción

 Planteamiento y objetivos  Base teórica

2. La representación de la mujer: desde Adela hasta Ana

Adela, de Mi idolatrado hijo Sisí

Carmen, de Cinco horas con MarioMerche, de El príncipe destronado

Ana, de Señora de rojo sobre fondo gris

3. Conclusiones

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1. I

NTRODUCCIÓN

Planteamiento y objetivos

Esta tesina trata sobre la representación de la mujer en cuatro novelas del escritor Miguel Delibes Setién (1920-2010): Mi idolatrado hijo Sisí (1953), Cinco horas con

Mario (1966), El príncipe destronado (1973) y Señora de rojo sobre fondo gris (1991).

La representación de estos personajes tiene como objetivo la búsqueda de la empatía, es decir, la comprensión del otro.

Miguel Delibes es un autor con una profunda crítica social y personal en sus obras, tanto de no ficción como narrativas. Por medio de una trama sencilla y una exploración de personajes diversos, plantea una conciliación de opiniones, pues el núcleo de su narración parte de la premisa «amaos unos a otros», acorde con sus creencias cristianas. La búsqueda de la empatía, como motor de su proceso creativo, se puede ver en el retrato cotidiano de sus personajes, en los conflictos entre ellos, en la descripción de las tensiones sociales de la España franquista o en su preferencia por los personajes marginados. Por ello examinaremos la figura femenina en sus novelas como un intento de ensalzar y acercar la figura del «otro», de forma que se integre en el canon y se de-otrifique, y veremos qué técnicas usa Delibes para conseguirlo: el uso del perspectivismo irónico para acercar distintos puntos de vista al lector, y el contraste entre las mujeres con sus maridos para despertar afinidad hacia sus emociones y actitudes.

Palabras clave: mujer, representación, empatía, comprensión, contraste, análisis, personajes

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Base teórica

Esta tesina trata sobre la representación de la mujer en cuatro novelas del escritor Miguel Delibes Setién (1920-2010): Mi idolatrado hijo Sisí (1953); Cinco horas con

Mario (1966); El príncipe destronado (1973) y Señora de rojo sobre fondo gris (1991).

Mi tesis es que por medio de ellas Delibes subraya la búsqueda de la empatía, es decir, el sentimiento del prójimo.

Miguel Delibes es un autor con una profunda crítica social y personal en sus obras, tanto de no ficción como narrativas. Por medio de una trama sencilla y una exploración de personajes diversos, plantea una conciliación de opiniones, pues el núcleo de su narración parte de la premisa «amaos unos a otros», acorde con sus creencias cristianas. La búsqueda de la empatía, como motor de su proceso creativo, se puede ver en el retrato cotidiano de sus personajes, en los conflictos entre ellos, en la descripción de las tensiones sociales de la España franquista o en su preferencia por los personajes marginados. Por ello, examinaremos la figura femenina en sus novelas como un intento de ensalzar y acercar la figura del «otro», de forma que se de-otrifique y deje de verse de forma unidimensional, estereotipada, en los cánones. Veremos que la principal manera de conseguirlo es el uso del perspectivismo irónico, pues esto permite acercar distintos puntos de vista al lector, incluso aquellos cuyas ideas se pretenden denunciar. El contraste de las mujeres con sus maridos también resulta clave para despertar afinidad hacia sus emociones y actitudes, a pesar de que ellas jueguen un papel menos protagónico en las historias.

En esta primera sección se explicarán los conceptos y estudios que tomaré para demostrar esta búsqueda de la empatía del autor mediante sus personajes femeninos: el concepto general de empatía, y su clasificación en empatía cognitiva y afectiva, que tomaré de los estudios de Shannon Spaulding y Heidi M. Maibom; y también la teoría de creación de la novela del propio Delibes, incluyendo su preocupación por comunicarse con el otro y su deseo de conciliación de distintos grupos. A continuación se hará un resumen de las novelas seleccionadas y se explicará el porqué de su selección. Los estudios que se han hecho de estas, salvo excepciones, nunca han tomado a la mujer como núcleo cuando analizaban el tema de la empatía o de la comprensión del otro en la obra del autor, de ahí que mi postura resulte novedosa en la interpretación de la obra delibesiana.

El cuerpo de la tesis consiste en un análisis de las cuatro novelas, en orden cronológico, con especial atención en el personaje femenino principal, sus intervenciones en la historia y la relación que tiene con su cónyuge. La ironía en las actitudes de los personajes y en los distintos temas tratados en la historia, y cómo el autor nos da un marco completo de cada mujer, con claros defectos pero siempre con cualidades redentoras, nos permite ver en ellas el mensaje antimaniqueísta de su autor.

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En la penúltima sección se recopilarán los datos aportados para concluir que la mujer en Delibes, lejos de encarnar un papel plano y conservador, es compleja, cercana y tridimensional, pues el autor las aleja del estereotipo y, gracias a ello, despierta empatía hacia ellas y, por extensión, a cualquier grupo que no sea el hegemónico. De esta forma, la mujer resulta fundamental para la transmisión del mensaje antimaniqueísta en las novelas y no es en sí objeto de crítica, sino una herramienta de denuncia.

Eileen John, en su artículo «Empathy in Literature», define la literatura como una experiencia que hace cambiar de perspectiva («perspective-shifting experience») (306). Bien podemos tomar esta definición y aplicarla a la obra de Miguel Delibes por entero, y en particular a cómo los personajes femeninos, en principio relegados a papeles secundarios o coprotagónicos, son fundamentales a la hora de hacer que el lector experimente, entienda y asuma como propios ideas o sentimientos ajenos.

Delibes fue un escritor, como muchos de su época, preocupado por la división ideológica de España y, al mismo tiempo, deseoso de denunciar las injusticias en la dictadura franquista. La crítica social en su novela es el núcleo de su narración:

Nuestra misión consiste en criticar, molestar, denunciar, aguijonear al sistema de hoy y al de mañana porque todos los sistemas son susceptibles de perfeccionamiento. (Delibes, 1972: 213)

Sin embargo, esta crítica, visible tanto en sus novelas rurales como en las urbanas, ¿qué cambio pretende? La respuesta que yo encuentro y que aúna todas las demás posibles es la siguiente: entender al otro, ponerse en la piel del otro; que el «otro» deje de ser alguien lejano y sea cercano, próximo o prójimo:

Lo expuesto no es sino un aspecto de lo que yo he llamado (…) «sentimiento del prójimo». En este sentimiento, lo fundamental, a mi juicio es eso, sentirlo; quiero decir sentir al prójimo, esto es, que éste lo sea, lo siga siendo para nosotros.

(Delibes, 1968: 9)

Por tanto, la denuncia social de Delibes parte de una denuncia individual, patente en cada personaje: su actitud hacia el otro, en concreto hacia el que tiene al lado; en las novelas seleccionadas, la mujer.

Al abordar la crítica en Delibes, estudios previos se han detenido especialmente en la carga política de sus historias, fueran las novelas rurales que denunciaban las pésimas condiciones de vida de los campesinos castellanos, o la hipocresía y el enfrentamiento ideológico en familias medioburguesas de ciudad. Así, la búsqueda de la empatía en Delibes se evidencia en los ideales progresistas de Mario (Cinco horas con Mario) o en la indiferencia de Cecilio Rubes con respecto a la Guerra Civil (Mi idolatrado hijo Sisí). Es decir, se ha analizado la empatía en Delibes desde un punto de vista ideológico, colectivo; es lógico que, en el momento de publicación de las novelas, el tema más candente fuera el inconformismo político-social, como vemos en los estudios de

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Gonzalo Sobejano (1970), Isaac Montero (1968), etcétera. No obstante, para entender el concepto de empatía, lo fundamental es fijarse en la individualidad del otro, para comprender no sólo sus ideas, sino a su persona.

¿Qué es empatía? «La empatía es la habilidad de entrar en la vida de otra persona, de percibir adecuadamente lo que está sintiendo y por qué»1, dice Beatrice Kalisch (1548) en su artículo sobre la empatía en el ámbito de la psiquiatría. Según Heidi Maibom, es la habilidad que tenemos las personas de entender y sentir el estado mental de otra persona (1). En la propia etimología de la palabra vemos que busca una compenetración con la emoción de otro: del griego ἐμπάθεια, de ἐν, ‘en’, y πάθος, ‘pazos’ («padecimiento, afección»), estamos dentro de una afección, sentimos un padecimiento de otro.

La empatía es un ejercicio en el que nuestra capacidad de razonar juega un papel más o menos importante, y por ello se hace una clasificación de dos tipos: la cognitiva, relacionada con un proceso cognitivo por el cual entendemos el estado mental de alguien desde su perspectiva gracias a su comportamiento (Spaulding: 13); y la afectiva, en la que, aparte de entender qué puede llevar a alguien a actuar de cierta forma, nosotros sentimos una respuesta emocional a la situación o las emociones del otro (Maibom: 22).

Delibes se sirve de la empatía cognitiva para hablar de la política franquista o la sociedad española de la posguerra: por medio de un proceso cognitivo, comprendemos los ideales de ciertos personajes, que despiertan afinidad en el lector. También hay empatía cognitiva cuando se habla de las mujeres, pues vemos en sus reacciones lo que sienten y piensan y, sobre todo, entendemos que su forma de pensar está restringida por la educación que han recibido y la sociedad en que viven.

No obstante, la empatía que más permite sentir afinidad por los personajes de Delibes, en especial los femeninos, es la afectiva, que combina un ejercicio cognitivo con uno afectivo: aparte de entender qué puede llevar a alguien a actuar de cierta forma, sentimos una respuesta emocional a la situación o las emociones del otro (Maibom: 22). Este tipo de empatía permite llegar más allá de la cognitiva, pues nos acerca a alguien con quien podemos no compartir ideales, valores u opiniones. A menudo, el lector se acerca a Adela, Carmen, Merche o Ana no por lo que piensan, sino por lo que son, lo que viven y lo que sienten.

La manera en la que Delibes consigue que el lector sienta afecto por sus personajes femeninos, es decir, deje de considerarlas como algo ajeno, es el uso de la ironía y el contraste. Los personajes femeninos, constreñidos en un ambiente cerrado como es el hogar, con unas obligaciones impuestas y expectativas de cómo deberían pensar y

1 La traducción del inglés es mía, como lo serán todas cuando cite a Beatrice Kalisch, Heidi Maibom, Shannon Spaulding y Eileen John.

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comportarse, son contrastados con sus esposos, que gozan de mucha más libertad. Delibes nos presenta el dualismo de sus vidas para hacernos reflexionar sobre si las mujeres son cerradas de mente o si lo son sus maridos al no darse cuenta de su sufrimiento. Sin embargo, la conclusión que sacamos como lectores es que ni una ni otra visión son totalmente ciertas: ni ellos ni ellas son culpables debido a cómo han sido educados. En eso consiste, precisamente, el mensaje del autor: el antimaniqueísmo. Delibes lucha contra la polarización o la parcialidad de posturas con la empatía, que sólo es posible cuando conocemos a alguien de cerca, cuando hay un deseo activo de entendimiento y conciliación, de comunicación por ambas partes. La (falta de) comunicación entre los esposos y la presentación de los problemas y conflictos de la mujer, a menudo provocados por el marido, hacen que el lector dirija su mirada a ella, y no solo a él, y que vea a los personajes como entes de carne y hueso, no como simples marionetas que simbolizan una ideología.

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2.

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A REPRESENTACIÓN DE LA MUJER

:

DESDE

A

DELA HASTA

A

NA

Delibes es un novelista preocupado por las reacciones humanas y por mostrar por medio de ellas la necesidad del ser humano de entender a su prójimo. Esto queda claro a la hora de ambientar sus historias entre las cuatro paredes del hogar, donde la acción es mínima y lo que importa es la evolución y profundidad de sus personajes. Él mismo insistió varias veces en que esa era una de las bases a la hora de comenzar a escribir: «… yo doy a los personajes un papel preponderante entre todos los elementos que conjugan una novela» (Delibes, 1972: 213), y «ellos son, pues, en buena medida, mi autobiografía» (Delibes, 1994: np); asimismo, consideraba que el fundamento de su obra era «crear tipos vivos» (Delibes, 1964: np).

Por ello, no resulta extraño que su filosofía de la novela, tanto a la hora de concebirla como del mensaje que se debe transmitir por medio de ella —la empatía—, parta de un ejercicio de desdoblamiento, donde el autor debe convertirse en sus personajes. Para sentir verdadera empatía, no basta con pensar cómo actuaríamos nosotros dada cierta situación, dice Heidi Maibom (2); es necesario entender la individualidad del otro, que, aparte de su ambiente, tiene una forma de ser propia. Delibes lo explicó así en este fragmento de su ensayo Un año de mi vida:

Por encima de la inventiva y del don de observación, debe contar el novelista con la facultad de desdoblamiento: no soy así pero pude ser así. Dar testimonio, en una palabra, no sólo de lo que le ha ocurrido, sino de lo que podría haberle ocurrido en cada caso y cada circunstancia. (Delibes, 1972: 92)

Teniendo claro, por tanto, que los personajes son la razón de ser en sus historias, ¿cómo retrata a las mujeres y qué pretende conseguir con esa forma de retratarlas? En general, la obra de Delibes es masculina: la inmensa mayoría de sus protagonistas son hombres, ya sean niños, adultos o ancianos. La mujer suele jugar un rol coprotagónico o secundario. Mª Luisa Bustos dice que el papel de las mujeres es, generalmente, conservador, pues se nos muestran «portadoras de los valores tradicionales, como centro y esencia del hogar» (17-18). Es decir, la labor común y corriente de una ama de casa. No obstante, apunta Bustos, a menudo Delibes se sirve de este cliché para subvertir el papel de sus protagonistas o para denunciar su situación: tanto Adela como Carmen, Merche y Ana son amas de casa. Por medio de las tres primeras, Delibes denuncia la escasa formación que estaba al alcance de las mujeres, el masculinismo en que vivían, y al mismo tiempo cómo podemos sentir empatía hacia ellas aunque sean personajes negativos en la historia. Con Ana, nos presenta a una mujer contenta con su papel tradicional, pero no por ello sumisa, débil o con un pensamiento retrógrado; todo lo contrario. Delibes juega con las virtudes y los defectos de cada una para darnos una

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imagen completa de su persona, que las alejan de los prejuicios que puedan hacerse sobre ellas basándonos en su rol dentro del hogar.

Por otro lado, según avanzan los años, Delibes va dando una mayor profundidad y variedad a sus personajes femeninos (ídem: 86-87), algo en lo que coincide Tucker (1988): hay una evolución en las mujeres de Delibes, de forma que en las primeras novelas del autor (La sombra del ciprés es alargada, Mi idolatrado hijo Sisí) tienen menos profundidad y juegan un papel pasivo, pero poco a poco van adquiriendo una voz propia incluso en sus vidas cotidianas, hasta culminar en Merche, de El príncipe, y Laly, de El disputado voto del señor Cayo, que se rebelan abiertamente contra las convenciones sociales. No obstante, también se ha criticado el carácter androcentrista de la novelística de Delibes, donde las mujeres suelen ser vistas con ojos masculinos (Tucker, 1988), y a menudo cumplen el prototipo de la mujer tirana que encarna valores intransigentes e intolerantes (Sobejano, 1970: 156-72). Veremos en el siguiente análisis que, a pesar de servir como crítica política o representar a un grupo criticado, las mujeres delibesianas siempre despiertan empatía en el lector.

Adela Martínez, de Mi idolatrado hijo Sisí

Adela es un personaje secundario de Mi idolatrado hijo Sisí, aunque quizá podríamos llamarla coprotagonista; si bien el protagonista es, sin duda, Cecilio Rubes, Adela está presente a lo largo de toda la historia e interviene a menudo en ella.

Mi idolatrado hijo Sisí, publicada en 1953, es una de las obras menos ambiguas de

Delibes y, por tanto, ha dado pie a pocas interpretaciones. Narra la historia de un hombre burgués en una ciudad provinciana de la España de los años 20, cuya vida está marcada por su egoísmo. Este se materializa especialmente en el rechazo a tener descendencia, pues no ve en qué modo podría aprovecharle a él tener un hijo. No obstante, cuando su mujer, Adela, le anuncia que está embarazada, Rubes, lejos de enfadarse, se obsesiona con su primogénito, ya que ve en él una extensión de sí mismo y un remedio a su infelicidad.

Pasan los años y Rubes no cambia. Ignora a su mujer, le prohíbe salir de casa libremente, la usa como una herramienta para tener sexo o para gestionar la casa; tiene una amante veinte años menor que él, Paulina, a la que usa también de forma hedonista. Malcría a su hijo Sisí, de forma que el niño crece siendo caprichoso y tan egoísta como Cecilio. Con los años, Sisí sigue los pasos de su padre, lleva una vida llena de vicios, e incluso mantiene una relación con Paulina. Sin embargo, justo cuando comienza su arco

2 Gonzalo Sobejano comentó, en su primer artículo sobre Cinco horas con Mario, las similitudes que presenta Carmen con Antonia Quijana o Doña Perfecta; Manzo Robledo (2000) reitera estas comparaciones en su artículo analizando la visión masculinista que se ha hecho de Carmen. Alberich (2004), en un breve artículo titulado «Cinco horas con Mario o el tiro por la culata», subraya el carácter tiránico de Carmen pero, dice, eso no le exime la culpa a Mario, que acaba resultando hasta ridículo.

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de redención a causa de su sincero enamoramiento por la hija de sus vecinos y su experiencia en la Guerra Civil, muere en un bombardeo. Cecilio Rubes, desesperado, se suicida.

La moraleja de esta historia se ve, pues, en el trágico final de su protagonista: Rubes, incapaz de cambiar, pierde su deseo de seguir viviendo. Su egoísmo lo ha conducido al suicidio. El mensaje de Mi idolatrado hijo Sisí es claro: es un alegato contra el malthusianismo (es decir, contra la necesidad de controlar la natalidad por miedo a la superpoblación), así como un rechazo a los objetivos y la actitud de su protagonista; es decir, Delibes habla de la empatía creando a un personaje incapaz de sentirla, quien es la viva imagen del egocentrismo:

Yo me propuse combatir el malthusianismo sin recurrir al sermón, apoyándome sólo en la elocuencia de los hechos… Rubes aniquilado por su propio egoísmo (…). Rubes no quería hijos, no porque no pudiera educarlos, sino porque con ellos su confortabilidad podía peligrar. (Delibes, 19543, cit. en Alonso de los Ríos: 80-81)

La figura femenina más importante de la historia es la esposa de Cecilio, Adela, que tiene que sufrir a su marido, y posteriormente también a su hijo Sisí. Su aparición en la historia es clave para retratar el egoísmo de Cecilio, por ejemplo cuando no deja de decir «mi casa», «mi situación» o «mi hijo» (78), olvidando que todo ello también es de Adela, o en el momento del parto de Adela, en que, lejos de consolarla, desea marcharse de allí para no aguantar sus lamentos (67-68). Por medio de Adela, asimismo, vemos una posibilidad de redención que Cecilio no aprovecha. Y, por supuesto, vislumbramos lo encerradas, literal y metafóricamente, que vivían algunas mujeres en la época, y por tanto las escasas metas a las que podían aspirar en la vida.

La empatía, por tanto, aparece de diversas formas en esta novela, y Delibes nos habla de ella sobre todo exponiéndonos situaciones en las que hay una clara carencia de ella. El lector empatiza con Adela de manera cognitiva y afectiva gracias a conocer de cerca su situación y al contraste con su marido.

La empatía cognitiva, es decir, «la capacidad de entender el estado mental de otra persona desde su perspectiva» (Spaulding: 13)4, se puede conseguir infiriendo lo que piensa y siente otra persona por su actitud o «sumergiéndonos» en la situación del otro. En Sisí5, Delibes nos acerca a Adela, primero, describiendo sus tristes circunstancias de

vida, de manera que nos sumergimos en su situación y, más adelante, mostrándonos su reacción de la cual inferimos su infelicidad y su frustración.

Cuando la novela comienza, Adela tiene treinta y cinco años y lleva seis casada con Cecilio (43). Las primeras impresiones que el lector tiene de ella se nos dan desde el

3 Discurso pronunciado en el Ateneo de Madrid el 1 de mayo de 1954. 4 Ver nota 1.

5 Como mencionaré el título de la novela varias veces, la abreviaré como Sisí. Las otras tres las abreviaré como Cinco horas, El príncipe y Señora de rojo.

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punto de vista de otros personajes, Cecilio Rubes, y su contable, Valentín: «Usted maneja uno de los más asentados negocios de la ciudad y tiene una hermosa mujer y una hermosa casa, y la vida le sonríe» (12). Esto no tiene por qué significar gran cosa, pero pasemos a la siguiente alusión a Adela: «[Cecilio] Contaba con un próspero negocio en marcha, una bonita mujer y todas las comodidades apetecibles» (13).

Lo primero que sabemos de Adela, pues, viene de boca de dos hombres que hablan sobre su hermosura. Su atractivo físico se mencionará otras siete veces en el primer capítulo, lo cual nos indica el único punto de valor que le da Cecilio. Aparte de esto, Adela es un bien más de su marido, como la casa o el negocio. Esta impresión podría desmentirse con su aparición en escena, pero queda claro que Rubes no es un marido ejemplar:

Admitía la inmediata presencia de Adela como un mal necesario. Había ocasiones en la vida, y hoy era una de ellas, que la proximidad de Adela no levantaba en él sino un sombrío impulso de contrariedad. (20)

A continuación se detalla que Cecilio se casó con Adela por el deseo sexual que ella despertaba en él, por la «adecuada disposición de sus senos y sus curvas» (20), y comienza así la descripción que hace de ella el protagonista: «una belleza impávida, un poco pasada, un poco decaída», «un ser pasivo, desmayado», que no le proporciona la suficiente satisfacción sexual (ídem) pese a haberse casado con ella únicamente por su físico. Ya desde los primeros dos capítulos, el lector se da cuenta de que Cecilio Rubes es un misógino: ve a su mujer como un eventual desahogo de su apetito sexual, aunque ni siquiera en esto la considera válida; como «depósito de su hijo» cuando se entera de que está embarazada (53); y, por lo demás, como un estorbo. Esta visión permanece inalterable en toda la novela. Conforme avanza la historia, la opinión sobre Adela no cambia; incluso se deteriora, pues Cecilio deja de considerarla sexualmente apetecible, con lo cual no encuentra nada de valor en ella:

Hacía meses que Adela no despertaba en él el apetito de otros tiempos. No obstante, salvo sus poco frecuentes escarceos extramatrimoniales, Adela seguía siendo para él el remedio de una necesidad. (134)

Y en las últimas escenas, culmina la no-evolución de Rubes con respecto a su mujer. Muere su hijo Sisí, él le propone tener otro para paliar su vacío existencial, y ella se niega:

—Cecilio, Cecilio, ¡por Dios!, ¿por qué no tratas de comprenderme? —¿Qué hay de comprensible en ti?, dime. (333)

Esta visión de Adela es la de Cecilio Rubes; desde esta perspectiva, muy negativa de su persona, Delibes despierta en el lector un sentimiento de rechazo hacia Cecilio, obsesionado sexualmente y desinteresado por su esposa. Es tan sesgado y tan negativo lo que se dice de Adela, que el lector tiende a posicionarse a su lado, es decir, a sentir

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empatía hacia ella precisamente por la falta de empatía que le muestra su esposo. Vemos, así, el perspectivismo irónico de Delibes: a pesar de que el personaje principal nos dice algo, nos negamos a verlo así, lo cual desemboca en afinidad hacia el personaje femenino.

Pero Sisí tiene un narrador externo al relato, aunque a menudo narra desde la perspectiva de Rubes; por ello tenemos la ocasión de entrar en la cabeza de Adela, aparte de presenciar sus intervenciones directas con los demás personajes. Cuando el narrador se detiene en Adela es cuando entendemos su perspectiva de primera mano, desde sus motivos a casarse con Cecilio hasta su pasividad; ya no solo sentimos compasión, sino que comprendemos sus motivos.

Adela es un personaje profundamente infeliz. La mala situación económica de su familia hizo que viera en Cecilio una salvación, y ese es el único motivo por el que se casó con él: su madre murió al dar a luz, su padre de tifus (44). Con un par de escenas en las que aparece queda claro que es una persona con miedo a su marido, muy insegura:

—Cecil, querido, quiero saber… He estado pensando… me pregunto… —dijo Adela.

—Bien. ¿No acabarás? —dijo él. Adela bajó los ojos. Dijo, al fin:

—Me he preguntado muchas veces esta noche si lo de ayer fue sólo cosa del vino o… o… ¡Oh, Cecil, qué necia soy! ¡No sé qué me pasa! (33)

El miedo y la inseguridad son constantes en Adela. No quiere alzar la voz, ni siquiera hacer algún comentario. En este fragmento lucha por decirle que está embarazada, lo cual es una muestra de hasta qué punto vive aterrada.

Adela tiene pavor a tener un hijo porque no quiere morir en el parto: «En cuanto a lo de tener un hijo, Adela guardaba un terror instintivo» (45). También teme a su esposo, pues él controla todos los aspectos de su vida, por lo que no conviene hacerlo enfadar:

A Adela le turbaban las expresiones de su marido; le sorprendió su actitud violenta y le asustó, porque Adela temía especialmente la cólera de los hombres pacíficos

(47).

Más adelante, expresa su miedo al futuro de su hijo Sisí, pues es consciente de la pésima educación que le están dando:

—Gloria, querida, ¿sabes tú el tormento que a mí me cuesta Sisí? Tengo mucho miedo por él, ¿comprendes? (162).

Es decir, Adela es una mujer en un estado constante de pavor. Las causas del miedo son pocas, pero son las únicas de las que se conforma su vida, ya que apenas sale de casa por los celos de su marido ni tiene actividades fuera del hogar (46). Los lectores, ante su actitud pusilánime, podríamos sentirnos poco identificados con ella, pero Delibes enseña su miedo para, precisamente, contagiarnos emocionalmente de sus

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emociones, en un tipo de empatía afectiva: una persona siente la misma emoción que otra al ver cómo esta otra se expresa o imaginándose estar en su situación (Maibom: 1). La inseguridad, el miedo y la pasividad son rasgos indudablemente ciertos en Adela, y la vehemencia de los mismos podría ser causa de rechazo en el lector. No obstante, estos aparentes defectos permiten «alinearnos» con Adela y sentir las preocupaciones de ella en su situación: «nuestros pensamientos se guían por la situación y las preocupaciones de otro», dice Eileen John cuando habla sobre cómo entramos en la forma de ser de un personaje. Cambia así nuestra forma de ver el carácter de Adela; además, Delibes se cuida de ofrecernos cualidades redentoras en ella, con lo cual rechazamos el considerarla como la alteridad.

Adela tiene virtudes; no olvidemos que a menudo ella se nos presenta desde la perspectiva de Rubes, que, como hemos visto, es androcéntrica y egoísta. Cuando se nos detallan sus defectos, o bien entendemos el motivo de ser de los mismos o bien sólo son defectos desde la mirada egoísta de Rubes. A él su mujer le parece en extremo meticulosa y responsable, pero quizá eso sea una virtud; por ejemplo, cuando llega a casa y está la cena preparada: «Adela retocaba los detalles con una meticulosidad casi ofensiva» (25). En ese momento, Rubes tiene la cabeza en la inestable situación política en Europa y no es capaz de comprender por qué su mujer no parece alterada; de nuevo, sólo se ocupa y piensa en sí mismo y cree que todos deben pensar como él.

Otro ejemplo que muestra cómo Rubes tergiversa las virtudes de Adela se ve hacia el final. Cuando Sisí muere, Adela está llena de pena, pero acepta la situación debido a su conversión y su evolución en la historia. Esta actitud lo enerva, por lo que la considera idiota: «Adela era para él un bulto responsable y mezquino» (321). Como hemos visto previamente, se contrasta el buen hacer de Adela frente a la superficialidad de Cecilio: Delibes convierte algo negativo del personaje en algo positivo sólo porque el protagonista lo tacha categóricamente como algo malo.

Así, en estos supuestos defectos de Adela hay una herramienta de contraste entre los esposos. Ya no nos explican las pésimas circunstancias de ella para que comprendamos cognitivamente sus motivos, sino que consigue posicionar a los lectores del lado de Adela en el aspecto afectivo: nos contagiamos emocionalmente del estado mental de Adela. Un ejemplo de ello es el rechazo que siente Adela hacia las relaciones conyugales: «Cecilio no encontraba en ella más que una tiesa y fría correspondencia, y no por cálculo o por premeditada decisión sino porque la acción, en sí misma, la repugnaba» (45). Esta aversión de Adela se torna en un motivo de simpatía con la oración anterior: «Cecilio, en la intimidad, se trastornaba; era algo enloquecido e incoherente. Adela, en cambio, cada vez, se sentía vejada» (ídem).

Y en distintas ocasiones en que vemos que Rubes sólo piensa en sí mismo también en el acto sexual y en cualquier acercamiento físico, como vemos cuando Adela está embarazada:

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14 Una tarde le dijo [Cecilio]:

—Querida, esta cintura va perdiendo flexibilidad. Hay que luchar contra la grasa. Bueno. La grasa a cierta edad es el peor enemigo de las mujeres.

Cecilio Rubes se olvidaba de su vientre. Al hablar de defectos e imperfecciones Cecilio Rubes se olvidaba de sí mismo. (56)

La posible mojigatería de Adela queda descartada ya que, pese a que no se indique explícitamente, queda claro a qué se debe su asco: al propio Rubes, que la trata como un objeto y que está lejos de ser atractivo. Adela no ha conocido otra cosa más que la lujuria de su esposo. Delibes, pues, mezcla un proceso cognitivo de comprensión en el que «capturamos» lo que el otro piensa y siente, a la vez que nos sentimos personalmente afectados por la actitud de Rubes, pues percibimos el rechazo de Adela al imaginarnos en esa situación (lo que Maibom llama «contagio emocional» o

emotional contagion [1, 22]). El vocabulario, que podríamos meter en el campo

semántico de la violencia, incrementa nuestra identificación afectiva hacia Adela: Rubes se trastorna, es enloquecido e incoherente; Adela se siente vejada.

Nos hemos ido acercando a Adela comprendiendo sus defectos o puntos débiles y compartiendo su asco hacia Rubes poniéndonos en sus zapatos al imaginarnos en su situación, en el tipo más corriente de empatía cognitiva, como explica Spaulding (13), y también contagiándonos de sus emociones, especialmente las negativas. Pero Delibes consigue que los lectores se sientan unidos a Adela más que nunca en los pasajes donde ella se enfrenta a los demás.

Vemos, por ejemplo, que Adela no tiene buen trato con su suegra: «No se entendía con su suegra; es más, le parecía que entenderse con su suegra no encajaba dentro de las posibilidades humanas» (61). Esto se materializa en su encuentro pocas páginas después, en el que el matrimonio Rubes le anuncia a la madre de él que van a tener un hijo. La conversación derivará pronto al nombre que le pondrán al niño:

—Con todos los respetos que quieras, hija, no me negarás que Eusebio es un nombre de artesano. Eusebio es exactamente un nombre horrible.

—¡Oh! —dijo Adela.

—Todo lo más de labrador —añadió la viuda de Rubes—. Siempre he creído mezquino y egoísta colgar un nombre impropio sobre los hijos solo por el mero hecho de que un querido antepasado nuestro tuviera esa desgracia sobre sí.

Adela se contrajo como si la golpeasen. (64)

En este momento, Adela es una víctima del desprecio de su suegra, que Cecilio apoya con su silencio. Poco después, al ver que la ignoran, estalla:

Le temblaban levemente las manos y, de improviso, se levantó chillando. Fue todo muy repentino.

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15 —¡Oh! ¿Por qué no me dejáis en paz? ¿Por qué hacéis un frente los dos para acorralarme y quitarme la voluntad como si yo fuese una loca o algo parecido?

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Aquí Delibes despierta en el lector una afinidad por Adela que consiste en la empatía afectiva más pura: la de sentir una emoción que no siente el otro, pero que es la que debería o podría sentir dada su situación: «nuestra vergüenza [en nuestro caso, orgullo] es más apropiada en su situación que en la nuestra» (Maibom: 23). Adela no siente orgullo ni satisfacción al alzar la voz, pero nosotros sí lo sentimos por ella y admiramos doblemente su actitud: no sólo se enfrenta a una injusticia, sino que lo hace a pesar de sus miedos. Como dice Eileen John, nuestras emociones y las del personaje se alinean (307); el autor ha conseguido que nos olvidemos de nosotros mismos.

Otro ejemplo de esto se ve en otras escenas en las que Adela decide alzar la voz antes que callar, especialmente a Cecilio. En citas anteriores se ha demostrado el pavor que le despierta su esposo; de ahí que plantarle cara sea un doble acto de valentía, en especial cuando atañe a la educación que le están dando a Sisí. Adela se juega no sólo el desprecio de su marido o su propia manutención, sino la desaprobación del propio Sisí, al que no quiere permitirle todo lo que se le antoje. Cuando el niño se niega a llevar pantalones largos en su comunión y Rubes le dice que haga lo que él quiera, Adela salta.

«Bueno —dijo [Cecilio]—. No creo que cueste demasiado dar gusto al chico». Adela dio media vuelta: «No cuentes conmigo para maleducar a mi hijo». (152)

También se enfada Adela cuando Rubes habla de las proezas de Sisí como si sólo él lo hubiese engendrado y criado. Resignada a que Rubes hable de «mi casa», «mi situación» o que decida sobre cualquier asunto sin consultarlo con ella (78), al nacer Sisí no aguanta más:

Dijo Adela:

—Tu hijo, tu hijo. ¿Has pensado, Cecilio, en lo difícil que te hubiese sido tener «tu hijo» sin mi ayuda? (78)

El alineamiento con Adela se intensifica en esta escena con la contestación de Rubes, que le dice: «¿Eres tonta?». De nuevo, Delibes se sirve de la interacción de uno y de otro para despertar empatía hacia Adela y reprobar la condescendencia y el egoísmo de Rubes.

Este mismo contraste lo vivimos también cuando el matrimonio interactúa con los personajes secundarios más destacados, los Sendín. La familia Sendín, matrimonio vecino de los Rubes, representa valores opuestos: tienen muchos hijos, son católicos tradicionales y tienen una fe sincera, son simpáticos y generosos, y la mujer, Gloria, es abierta y muy activa fuera de casa. Las interacciones de Adela con Gloria, al contrario

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que las de Cecilio con Luis, discurren de forma espontánea, amigable. Adela es una estupenda anfitriona, ya desde su primera interacción:

Adela la pasó a una salita. Resultaba más acogedora para una conversación entre mujeres (…) Entre ambas discurría una rápida corriente de comprensión. (48)

En cambio, pocas páginas después, cuando es Cecilio quien conoce a Luis Sendín, es incapaz de ser agradable: «Cecilio dijo cuando ellos marcharon: —Él es un poco sosaina ¿no?» (54). La ironía de que Adela es una mujer miedosa que apenas sale de casa, y Rubes un supuesto hombre de negocios de éxito con gran alcance social, se da la vuelta. En los próximos encuentros entre los Rubes y los Sendín, este defecto de Cecilio se incrementa; Delibes pasa a apoyar al narrador en los personajes secundarios para que el lector comprenda la naturaleza poco social de Cecilio pese a sus discursos arrogantes:

Gloria estaba inquieta en los brazos de Rubes. Le encontraba desagradablemente próximo y sobón. Sin embargo, no le apetecía hacer una escena. De siempre intuyó en Rubes un algo viscoso que la repelía. (247-8)

Aquí continuamos sintiendo empatía afectiva, esta vez contagiándonos de los sentimientos de Gloria (caso de contagio emocional, es decir, sentir la misma emoción de lo que esperamos que siente el otro [Maibom: 23]), y comprendiendo, aunque Adela no esté en escena, el rechazo carnal que siempre ha tenido hacia su esposo. Sin duda, la figura de Gloria actúa positivamente sobre Adela: la saca parcialmente de su soledad y su encierro, la anima a ser activa en política —aunque Adela se niega—, y es una segunda figura femenina mediante la cual se muestra la falta de empatía de Rubes y comprendemos que Adela no es como él.

Es definitiva, Adela es un personaje pasivo y no protagónico, además de pertenecer a un grupo no hegemónico, lo cual son malos puntos para despertar empatía. Pero Delibes consigue que el lector la comprenda; primero, por presentarse su situación socioeconómica, desde un punto de vista meramente cognitivo, en el que, explica Shannon Spaulding, el lector se pregunta cómo actuaría él en su situación y adivina su estado mental por medio de su actitud resignada temerosa (14-15); y segundo, de manera más profunda, de modo afectivo, que es posible gracias al contraste con su marido, por ser víctima de sus apetitos y gustos.

Adela es débil y tiene rasgos egoístas, como su superficialidad o su negativa a tener hijos por miedo a morir en el parto. No obstante, Delibes le da una mayor entidad conforme avanzan las páginas, de modo que deja de ser un estereotipo —principal impedimento para poder sentir empatía por un personaje, dice Eileen John (310)—. Delibes otorga a Adela complejidad y cierta evolución: ella lamenta haber sido tan superficial, pese a que difícilmente podría haberlo evitado, como cuando le prometió a Dios comprar una custodia de plata si no se quedaba embarazada:

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17 Desde que Adela supo que ya no podía tener más hijos6, se sintió socavada por unos lancinantes escrúpulos de conciencia (…) A los veintitrés años de casada, a Adela se le antojaba su actitud ante Cecilio demasiado culpable y acomodaticia. Recordó su oferta de una custodia de plata y se abochornó. (239)

En las últimas páginas de la novela, ya muerto Sisí, Adela apela a que ha sido un castigo de Dios por haberse negado a tener más hijos, lo cual refuerza el mensaje antimalthusiano de la novela, que critica no querer tener descendencia o negarse a renunciar a lo material en favor de los hijos: el egoísmo de Rubes ha conducido a la infelicidad suya propia, a la de su mujer y a la muerte de su hijo: «¡Esos hijos, Cecilio! ¡Esos hijos que dejamos por nacer!» (334)7.

Frente al permisivismo de Rubes, que le da a su hijo todo lo que se le antoja, Adela lamenta la educación que le han dado y su propia pasividad: «¡Oh, Cecil! —sollozó Adela—. ¿Por qué le hemos educado así?» (276). Por ello, decide hacer algo cuando estalla la guerra: se hace enfermera en un hospital, donde, de manera literal y también simbólica, se curte: «Al principio, Adela no podía ver un rasguño sin marearse. La necesidad la obligó» (273).

Por otro lado, al comienzo de la historia, la fe de Adela es más superstición y sólo reza para quitarse sufrimiento, véase el ejemplo de la custodia ya mencionado. Hacia el final encuentra la fe verdadera, que le da, además, la fuerza para aceptar la muerte de su hijo en batalla: «Ha sido la voluntad de Dios, Cecil (…) Vamos a rezar por él» (321).

Todos estos pequeños cambios, sumados a las intervenciones concretas en las que bien nos contagiamos de su infelicidad, bien sentimos orgullo por sus actos, logran crear un lazo afectivo con Adela que es mucho más difícil lograr con Rubes, debido a que tiene menos cualidades redentoras y que nunca busca mejorar. Asimismo, Delibes se sirve de nuevo del contraste, esta vez entre Adela y Paulina, para hacernos entender mejor las escasas opciones de la mujer en la época. Paulina, amante de Rubes, no deja de ser lo que Adela habría sido si no se hubiese casado con él: una mujer pobre, sin oportunidades en la vida, cuya única valía es la hermosura y le acaba sirviendo para prostituirse.

La infancia dura de Adela, su matrimonio y relación con Rubes, su sentimiento de soledad y de miedo y su pequeño arco de redención logran no sólo que nos sintamos cerca de ella —es decir, que sintamos «un espectro de respuestas emocionales a lo que alguien siente o a su situación» (Maibom: 22)—, sino que el lector se alinee con ella, que «pierda su identidad y tome los sentimientos y circunstancias del paciente como si

6 Adela pasa por la menopausia, pero, a pesar de ello, cuando muere Sisí Rubes insiste en que intenten tener otro hijo; es una forma más de Delibes para hacernos ver lo ridículo y egoísta que es.

7 Evidencia de una crítica al control de la natalidad vemos también en la dedicatoria de la novela, pues Delibes menciona a sus siete hermanos, y a la cita bíblica con la que da comienzo: «Creced, multiplicaos y henchid la tierra». Años más tarde Miguel Delibes dijo que su forma de pensar al respecto había cambiado, ya que las necesidades de la sociedad también habían evolucionado (Goñi: 39).

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fueran los suyos propios» (Kalisch: 1548). Adela es un perfecto ejemplo de tener que entender las circunstancias del otro antes de juzgarlo.

Carmen Sotillo, de Cinco horas con Mario

María del Carmen Sotillo es la mujer más estudiada de la narrativa de Delibes. Estudios de ella han hecho Gonzalo Sobejano (1982), Alfonso Rey (1975), Mª Luisa Bustos (1990), Francisco Manzo Robledo (2000), entre otros. Y no es para menos: Carmen es el pilar de Cinco horas con Mario, la única protagonista femenina absoluta de la obra delibesiana, la única narradora femenina en sus novelas y, probablemente, la más interesante de analizar.

En Cinco horas «Delibes va pasando revista por boca de Carmen a los problemas más candentes que se plantea la sociedad española» (López: 171): la mujer habla durante cinco horas delante del cadáver de su recién fallecido esposo, Mario Díez Collado. En su discurso se verá la divergencia de opiniones entre los esposos, una brecha personal e ideológica. Carmen apoya firmemente las ideas franquistas preconciliares, y Mario defendió el progresismo. Se trata de un matrimonio que simboliza dos posturas frente al régimen y la eterna confrontación de las dos Españas, según los críticos (Sobejano, 1970: 156-7; López: 172), que también definieron a Carmen como la típica mujer medioburguesa española (Montero: 116; Sobejano, 1970: 157; Goñi: 82), mientras que Mario es «el intelectual español esforzado y es una España que trabaja mirando hacia el futuro» (Sobejano, 1970: 156).

No parece haber un propósito detrás de las palabras de Carmen más allá de su necesidad por desahogarse y defenderse atacando a Mario, pero en el final vemos que sí: Carmen termina confesando que casi le fue infiel a Mario con un amigo de juventud, Paco, dos semanas antes de narrar los hechos. No obstante, este hecho está escondido entre el resto del monólogo, y Delibes va dando pequeñas dosis de información que, con la repetición, se hacen más grandes y menos fragmentarias. Se trata de un recurso para que conozcamos lo que subyace tras las palabras de Carmen y tras los hechos, pues ella siempre cuenta lo mismo. El autor lo llamó fórmula de círculos concéntricos:

Quiero decir que los personajes y el tema de la novela están ya prácticamente definidos en los primeros capítulos. En los siguientes, el núcleo central se va ampliando, como cuando tiras una piedra al río, en círculos cada vez más grandes, con nuevas anécdotas, sugerencias y matices. La historia, pues, apenas progresa; simplemente se enriquece. (Alonso de los Ríos: 114)

Por ello, lo que iremos sabiendo sobre la vida de Carmen no son episodios nuevos, sino una nueva profundidad de los ya descritos cada vez que los repite.

Carmen es una mujer burguesa provinciana, al igual que Adela, aunque ella creció en un ambiente más refinado, «de clase media más bien alta» (Delibes, 1966: 53). Viuda de

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la noche a la mañana, mientras se queda por última vez junto a su esposo revive sus veintitrés años de matrimonio, especialmente los constantes desentendimientos que tenían: desde las frustraciones de Carmen porque Mario nunca compró un coche «Seiscientos» o una cubertería de plata, pasando por el grupo de amigos intelectuales de Mario o el periódico para el que escribe, hasta asuntos como la educación que daban a sus hijos.

Cinco horas es una de las mejores novelas de su autor por la minuciosa descripción

de los personajes y por las infinitas lecturas que se pueden hacer a raíz de las palabras de Carmen. A diferencia de Sisí, en Cinco horas no tenemos un narrador externo al relato (a excepción del prefacio y el epílogo, que sirven para enmarcar la historia): la narradora es interna. El discurso de Carmen se aleja de la imparcialidad, pero también nos da una mayor oportunidad de conocerla directamente, más que a ninguna otra mujer delibesiana.

El tema de la empatía está omnipresente en esta novela: de los propios cimientos del discurso de Carmen se deduce un llamamiento a la comprensión, pues ella habla de cómo ella y Mario eran incapaces de entenderse, y va desgranando una a una sus discrepancias: mientras que Mario defiende las ideas del papa Juan XXIII, para Carmen el «dichoso Concilio (…) todo lo está poniendo patas arriba» (75); mientras que Mario es víctima de la autoridad cuando lo ataca un policía cuando va en bici, para Carmen la autoridad es necesaria para el orden público («cuando la República un guirigay, no había quien se entendiese, ¿por qué? (…), pues porque no había autoridad» [154]); mientras que Mario no era republicano ni monárquico, porque «lo importante es lo que hubiera debajo» (94), para Carmen «la Monarquía es bonita, Mario» (ídem).

De esta forma, Delibes nos presenta la división de las dos Españas, un tema candente en el momento de la publicación de la novela, por medio de los esposos. El llamamiento a la comprensión y la búsqueda de la empatía para acercar los personajes y las ideas abiertas de Mario al lector queda aún más evidente en el epílogo en la figura del hijo mayor, llamado Mario también, que entiende que debe haber una conciliación de ambas partes. En él vio el autor vio un símbolo de esperanza (Alonso de los Ríos: 89-90), que no era tan evidente en el pesimismo que presentaba la diatriba ideológica entre sus padres:

¡Por Dios, mamá! Ya salió nuestro feroz maniqueísmo: buenos y malos (…). Todos somos buenos y malos, mamá. Las dos cosas a un tiempo. (290)

Pero volvamos a Carmen. Ella es «la mujer española», según los críticos cuando salió publicada la novela, como Gonzalo Sobejano (1970: 156) o Isaac Montero (1968: 116). Una mujer corriente en su época, que sigue ciegamente los principios del régimen franquista y que piensa como el sistema quiere que piense. Carmen tiene un alto concepto de sí misma, o así nos lo parece a lo largo del monólogo. Por ejemplo, le dice

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a Mario cuando habla de su físico que, aun siendo de mediana edad y habiendo tenido cinco hijos, siguen soltándole piropos:

Mira Eliseo San Juan, el de la tintorería, sin ir más lejos, no hay vez, sobre todo si salgo con el suéter azul, que no se meta conmigo: “qué buena estás, qué buena estás, cada día estás más buena” (…) que aún estoy para gustar, que no soy ningún vejestorio, qué te has creído. Los hombres todavía me miran por la calle, Mario…

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Los piropos que le dice Eliseo los repite en otras ocasiones, y, aunque echa en cara su vulgaridad, vemos que le gusta, que se reafirma en su belleza y elegancia. Carmen también se define como buena madre, buena ciudadana, como cuando se enorgullece de su eficiencia al llevar la casa y los hijos:

Aunque me esté mal el decirlo, tú has tenido la suerte de dar con una mujer de su casa, una mujer que de dos saca cuatro y te has dejado querer, Mario, que así qué cómodo, que te crees que con un broche de dos reales o un detallito por mi santo estás cumplido… (47-8)

Está orgullosa de llevar el hogar con el sueldo de Mario y le echa en cara su racanería; pero vemos en esta reafirmación, así como en la anterior y en muchas otras más adelante, que cada virtud suya la dice en contraste con la poca valoración de Mario al respecto, lo cual indica un trasfondo de incomprensión de él hacia ella.

El mayor orgullo de Carmen, no obstante, es que sus ideas son las correctas, y que tiene unos principios, tales como la autoridad, la imposición de la religión o la división de clases, elementos que están cambiando en la sociedad de los años sesenta: «No nos engañemos, Mario, pero la mayor parte de los chicos son hoy medio rojos, que yo no sé lo que les pasa, tienen la cabeza loca, llena de ideas estrambóticas sobre la libertad y el diálogo y esas cosas que hablan ellos» (60). Gonzalo Sobejano resume los principios de Carmen: ella defiende la división de clases para ejercer la caridad; la autoridad para mantener el orden; el peligro que supone la ciencia o el arte si no dan felicidad o seguridad; la imposición de la religión católica como única válida; la supremacía de España; la obligación de que el hombre debe medrar, y la mujer, estar en casa (1970: 157).

Vemos así que Carmen es una herramienta de crítica para Delibes: por medio de su discurso, deja en ridículo su obsesión por las apariencias, su intransigencia ideológica y religiosa y su mente cerrada. Es un excelente ejercicio de ironía porque precisamente por la exaltación de sus principios los lectores los rechazamos. A pesar de que la narración es en primera persona, que facilita entender al narrador, el sesgo de Carmen se vuelve en su contra cuando lo que hace en su discurso es atacar a su esposo. Si bien la decisión de contar la historia de boca de Carmen no fue la primera forma en que concibió Delibes la idea de la novela (Alonso de los Ríos: 115-6), resultó muy útil para esquivar la censura y para conseguir afinidad con las ideas de Mario.

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Delibes parte así de un punto difícil para despertar empatía hacia Carmen: queda claro que sentía más aprecio hacia las ideas y la actitud de Mario. Si se comparten valores y principios, la empatía cognitiva por simulación, es decir, poniéndonos en la piel del otro, es fácil de conseguir (Spaulding: 17); por tanto, podríamos menospreciar a Carmen por sus principios retrógrados y descreditar el discurso acusador contra Mario, cuyas ideas aplaudimos. Así lo pensaba Delibes al crear la novela, y llegó a calificar a Carmen incluso como una «prolongación» de Cecilio Rubes (Delibes, 1972: 97-8; Alonso de los Ríos: 86). Muchos lectores no vieron en Carmen a un personaje por el que sentir compasión o al que se podía entender, e igualmente ocurrió con los críticos en los años 60 y 70, que calificaron a Carmen de hipócrita, egoísta, clasista, machista y un largo etcétera (Sobejano, 1970: 154-7; López: 169; Alvar: 109; Medina-Bocos: 40).

¿Cómo, entonces, consigue Delibes que sintamos empatía hacia Carmen, si ella representa unos valores que él pretendía denunciar en la novela? Como dice Spaulding, «las estrategias de empatía cognitiva que usamos dependen de si percibimos al otro como parte de nuestro grupo» (17). Con la estrategia de imaginarnos en la piel del otro conseguimos solo una identificación: empatizamos con las ideas de una persona y las decisiones que ha tomado por ellas, no «nos cambiamos» por la otra persona (Kalisch: 1548). Desde el punto de vista ideológico, Delibes no puede conseguir una empatía cognitiva en el personaje de Carmen en un plano político-ideológico. Se sirve, pues, de teorizarnos su situación exponiendo sus límites sociales y educacionales, y sobre todo se apoya en motivos emocionales para que ella deje de ser «lo otro». Esto es posible gracias a que Delibes habla de la vida de Carmen y Mario dentro del hogar, desde el pequeño mundo en el que vive ella, y también gracias a ella nos detalla sus costumbres y preocupaciones, por mucho que no estemos de acuerdo con las mismas, lo cual consigue un lazo inevitable entre lector y protagonista; no obstante, «los recursos en ficción de cara al enfoque (…) son relevantes para saber por qué tiene el potencial de establecer empatía con los personajes, pero no bastan para explicarlo» (John: 311). Carmen no sólo despierta empatía por ser la narradora o por contarnos lo que ocurre en el hogar, sino, sobre todo, por cómo le afecta a ella misma lo que está narrando, que el lector adivina por su forma de hablar y las alusiones que hace a Mario.

Centrándonos en la empatía cognitiva, veamos cómo Delibes teoriza sobre la situación de Carmen para hacernos entender su mundo. Esto es posible si nos olvidamos de los principios que predica e incumple, y nos volcamos en los hechos de su vida matrimonial.

Carmen, desde que se casó, se ha dedicado por completo a la casa y a los niños. Con cinco hijos, un solo sueldo modesto para la familia y un marido a menudo ausente, lleva prácticamente toda la carga familiar, personal y económica. Sus reproches siempre son los mismos y se irán repitiendo a lo largo de la narración, añadiendo cada vez nuevos detalles; no importa, por ello, el contexto en que los cuenta o cómo llega a recordarlos, sino la intensidad con que los narra.

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Los reproches de Carmen se resumen, y no por casualidad, en las primeras líneas del monólogo:

… supongo que estarás satisfecho, que motivos no te faltan, que aquí, para inter nos, la vida no te ha tratado tan mal, tú dirás, una mujer solo para ti, de no mal ver, que con cuatro pesetas ha hecho milagros, no se encuentra a la vuelta de la esquina, desengáñate (…) Los hombres una vez que os echan las bendiciones a descansar, un seguro de fidelidad, como digo yo. (39)

Carmen quiere reivindicar su valía como mujer y esposa, y lo hace defendiéndose con una sarta de pequeños ataques a su esposo, haciendo chocar su buen hacer con la pasividad de Mario y de los hombres en general («a descansar, un seguro de fidelidad»), y poniendo sobre la mesa todas las discrepancias que han tenido en su matrimonio para ensalzar su propia forma de pensar y de vivir.

Carmen piensa que Mario ha tenido suerte con ella en cuanto a su belleza, a su fidelidad hacia él y a su eficiencia para manejar la casa. Lo reiterará en múltiples ocasiones, como cuando lee una cita bíblica que le da pie a hablar sobre la educación de sus hijos:

Don de Yavé son los hijos (…) ¡Qué bonito! Pero luego la que andaba todo el día de Dios como un zarandillo era yo. No es por nada, Mario, pero algún día te darás cuenta de lo poco que me has ayudado en la educación de los niños. (146)

Una de las acusaciones más repetidas de Carmen: Mario tenía grandes valores e ideas teóricas hermosas («¡Qué bonito!»), pero la práctica es otra historia. De hecho, Carmen no quería tener tantos hijos, pero Mario insistía. Carmen se queja no sólo de que no le hiciera caso, sino de que la rechazaba cuando estaba embarazada:

… fíjate, “no seamos mezquinos con Dios”, “no mezclemos las matemáticas en esto”, qué fácil se dice, que luego la que andaba reventada nueve meses, desmayándose por los rincones era yo (…) ¿Es que no te dabas cuenta de mi humillación cada vez que estaba gorda y me negabas? (45)

En estas líneas vemos la humillación de Carmen al sentir el rechazo de Mario: ella quería controlar sus relaciones para no tener muchos hijos, a lo que él se niega; pero cuando se queda encinta, Mario la rechaza, lo cual supone un revés para su autoestima. Como a Carmen le parece fundamental que una mujer sea hermosa y atractiva, el verse gorda y además ser rechazada le duele el doble.

Mario, profesor catedrático que además colabora con un periódico y escribe novelas, será un modelo a seguir fuera de su casa, pero dentro de ella está lejos de ser un ejemplo. Su papel en las labores del hogar es prácticamente nulo, pues no está pendiente de la educación a los hijos a excepción de sus aspiraciones ideológicas, y relega en Carmen lo demás. No obstante, cuando Carmen quiere comprar un coche para facilitar su vida, él se niega:

… para un capricho que he tenido en la vida, que te pones a ver y en esta casa no se ha hecho más que tu santísima voluntad, ni más ni menos. Fuera de los nombres de

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23 los chicos, la administración, los colegios y cosas así, yo un cero a la izquierda…

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Lógico, pues, que Carmen tenga la sensación de no ser importante en su propia casa, cuando Mario no interviene en muchas tareas pero sí tiene la última palabra a la hora de prohibir cosas.

Por otro lado, debido a su integridad político-social, Mario rechaza ascensos o algún soborno de un alumno, e impide que llegue un dinero extra a la casa, lo cual Carmen no perdona: ese dinero bien le podría haber servido, por ejemplo, para comprar ese Seiscientos que ella quería, como vemos unas líneas más adelante del fragmento anterior: «Pero ya, ya, un automóvil es un lujo, una cátedra no da para tanto, me río yo, como si no supiera que los que te frenaban eran los de la tertulia» (106). Carmen se siente humillada por su marido tanto en un plano emocional (su opinión para él no es relevante) como en un sentido práctico para su vida en común, ya que, por mucho que ella tenga un carácter autoritario, él es quien decide si tienen relaciones o no y cuándo, el dinero que entra en la casa, que su hija haga una educación superior… a excepción de las decisiones típicas relegadas a la mujer («los nombres de los chicos, la administración, los colegios y cosas así»). Y, cuando se muestra interesado, es de forma muy esporádica, como bien apunta Carmen de forma irónica al hablar de la «ayuda» de Mario en labores hogareñas un par de capítulos más adelante: «… los hombres me hacéis gracia, “hay que simplificar” y agarráis un día la escoba o sacáis de paseo a los niños y os creéis que habéis hecho algo, unos héroes» (150).

Cognitivamente, Delibes nos muestra la situación desigual en que vive Carmen con respecto a su esposo, y las escasas aspiraciones que, como mujer medioburguesa y sin educación superior, puede tener. Ya que ponernos en sus zapatos a nivel político no es posible, entendemos la psicología compleja de Carmen, sus circunstancias en el hogar, su forma de pensar, de manera que, pese a que no pensamos como ella, teorizamos sobre su situación y la entendemos: «Teorizar sobre la perspectiva de otro es más efectivo que nunca cuando somos distintos a alguien» (Spaulding: 18). El contraste entre Carmen y Mario sirve para conocer la situación de Carmen —los valores que le han impuesto y que ella acepta, su pensamiento sobre clase social, su materialismo— y entender así su actitud, pese a que en su lugar quizá no pensaríamos igual.

No obstante, la forma en la que más empatizamos con Carmen es afectiva: con su dolor hacia la indiferencia de su esposo, la caída de sus expectativas para con él y la culpabilidad por irse con Paco, quien representa todo aquello que ella se imaginó de joven que sería su vida.

Lo que más le duele a Carmen de Mario es su actitud hacia ella. Cinco horas es la historia de una incomunicación entre dos esposos, primero de todo, más allá de su simbolismo político-social. La acusación de Carmen es, realmente, una autodefensa de

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todo aquello que Mario infravaloraba o despreciaba de ella. A lo largo de las páginas vamos averiguando que todo el monólogo tiene una razón de ser. La narración culmina en una petición de perdón de Carmen por haberse ido con Paco: ese es el verdadero epicentro del discurso, de la novela entera. El texto es una enorme digresión cuyo núcleo es el arrepentimiento, y cuyo resultado es una reivindicación de la propia individualidad (Rey, 1975: 201-2). Carmen excusa su comportamiento con Paco, indirectamente, por el trato que ha recibido de parte de Mario. El mayor símbolo de este trato es que Mario se dio la vuelta en la cama durante la noche de bodas. La imagen aparece desde la primera página del discurso («Y ahora que empiezan las complicaciones, zas, adiós muy buenas, como la primera noche, ¿recuerdas?, y vas y me dejas sola tirando del carro» [38]) y se repetirá cada vez que Carmen recuerda sentirse humillada, cada vez con más intensidad:

Luego lo de Madrid, el viaje de novios, que me hiciste pasar una humillación que no veas, un desprecio así, que empiezo por reconocer que yo estaba asustada (…), pero tú te acostaste y «buenas noches», como si te hubieras metido en la cama con un carabinero… (113)

… pero cuando, la primera vez, te diste media vuelta y me dijiste buenas noches, me quedé fría, que nunca me hizo nadie un feo así (…). Paquito Álvarez, ya te lo digo desde aquí, nunca hubiera hecho eso conmigo. (115)

Amor, amor, dale con el amor, qué sabrá de amor un hombre que la noche de bodas se da media vuelta y si te he visto no me acuerdo, que una humillación así no la olvidaré por mil años que viva, cariño… (152)

Las frustraciones de Carmen a menudo se han reducido al ámbito sexual y económico por parte de varios críticos (Martín Gaite, 1992; Manzo, 2000), por esta repetición de la noche de bodas, su insatisfacción erótica y por la importancia que le da a los objetos materiales. El propio Delibes recordó, empero, que la mayor insatisfacción de Carmen no es sexual (Alonso de los Ríos: 87). Que Mario se dé media vuelta es un gesto simbólico para Carmen, una idea obsesiva al igual que la de tener un coche o una cubertería de plata: un ejemplo palpable de la incomunicación con su esposo y de que ella, para él, no es importante. Si se recopilan las veces que Mario es condescendiente y desagradable con Carmen en estilo directo, nos encontramos con muchos ejemplos: «deja en paz esas cosas» (57), «¿quién te manda hablar a ti, di?» (169), «calla» (171), «a callar; ya llegará la hora de hablar» (243), «si das un paso retiro la solicitud» (263)…, e intervenciones repetidas y más concretas, como «Era tan virgen como tú, pero no me lo agradezcas; fue ante todo por timidez», frase que le dice Mario a Carmen cuando esta le pregunta si tuvo aventuras antes del matrimonio (112, 116, 231, 232). La antipatía de Mario en esta respuesta es evidente («no me lo agradezcas»). Pero hay más: Carmen quería celebrar su boda por todo lo alto, a lo que Mario responde: «La boda es un sacramento, no una fiesta» (188). Carmen le insiste en que a su madre le haría ilusión la celebración, y Mario responde que «eso son pataletas lógicas, no te preocupes, ya se la

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[sic] pasará» (189); ya no sólo vemos una queja de Carmen hacia los principios de Mario, sino a Mario siendo desagradable y negando algo que a Carmen le gusta.

Con sus breves intervenciones, nos sentimos contagiados por la decepción de Carmen, que, además, no logra comprender los motivos por los que Mario hace cosas con las que ella discrepa. A esto podemos añadir la poca consideración de Mario hacia Carmen con respecto a su deseo sexual. Ya hemos comentado su discusión por los hijos o la anécdota de la noche de bodas, pero el mismo acto sexual parece sólo inclinado a favor de Mario:

Para lo que hacíamos cada semana, no, desde luego (…); que yo, de sobras lo sabes, los días malos, impasible y los días buenos, para inter nos, eras como un monstruo, que hay que ver cómo os ponéis, hala a lo bruto, las cosas que decís…

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… a ver, no la [sic] voy a decir que mi marido es un rutinario, que la pura verdad, Mario, que en seguida te pasa y a una la dejas con la miel en los labios, ni disfrutar… (163)

Mario es egoísta en sus relaciones sexuales, además de no respetar los deseos de Carmen. Ella insiste en su desinterés en ella hasta en la cama, que calla al hablar con su amiga Valen por pudor y por vergüenza de no tener un marido atento. Los lectores a estas alturas sentimos empatía afectiva hacia Carmen, en las situaciones concretas de diálogo personal entre los esposos, y nos contagiamos emocionalmente de su estado mental y emocional, de su frustración, gracias a las pequeñas intervenciones directas de Mario hacia su esposa, que, precisamente debido a su brevedad, son mucho más contundentes.

El contagio emocional, por el cual los lectores sentimos lo que siente o pensamos que siente el protagonista, se hace presente más que nunca al final de la historia, cuando Carmen por fin cuenta, tras muchos rodeos, que fue infiel a Mario, y que se arrepiente de haberse dejado llevar. Su exaltación, su sentimiento de culpa, van in crescendo a lo largo del capítulo y desembocan en una súplica desesperada. El aumento en la intensidad de las emociones a lo largo de la novela sigue el mismo patrón a pequeña escala en este capítulo. Antes de comenzarlo, Carmen ha hablado de Paco numerosas veces, mencionando primero su nombre sin añadir más («… el bárbaro de Armando se ponía los dedos en las sienes y mugía si íbamos con Paco Álvarez o con cualquier otro» [58]), luego que eran amigos de la infancia pero de clases distintas («A mí, Paco, para pasar el rato, pero nada más, que él sería divertido, no lo niego, pero su familia era un poco así, de medio pelo, ya me entiendes» [70]), luego que es un ejemplo de «nuevo rico»:

Ya lo ves ahora, un señor, un verdadero señor (…) Y una cosa que no te he dicho, Mario, que el otro día, hará cosa de dos semanas, el 2 del pasado para ser exactos, Paco me llevó al centro en su Tiburón, un cochazo de aquí para allá, no veas cosa

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